60 segundos

Deberían de dar un premio nobel al inventor del café. Menudo genio, la de mentes que resucita por la mañana. Y ahí me encuentro, con mi café en mi mano, listo para empezar otro Lunes de mierda en ese cuadricular oficina. Aprieto el botón del ascensor, y la puerta se abre al segundo. Joder, parece que esta confabulada con mi jefe para que me ponga a trabajar cuanto antes. Entro, y a la misma vez llega una chica, apresurada, casi se le cae el café. Pobrecilla, otra que necesita el invento del genio.

Comienza la subida hacia el infierno. La miro con el rabillo del ojo. Es muy guapa. Su pelo azabache brilla incluso más que las propias luces de la caja metálica en la que vamos. Y tiene una nariz muy bonita. Se gira, y no me da tiempo a reaccionar. Le hago un gesto, una mezcla entre media sonrisa y una cara de estreñido total. Dejamos de mirarnos. Seré gilipollas, la primera cagada del día. La miro de reojo. Tiene una sonrisilla, de esas que intentan guardárselas. Producto seguro de la tontería que he hecho. Se para el ascensor. 60 segundos ha durado el peor «viaje» de mi vida.

Termina la jornada. Decir que estoy exhausto es quedarse corto. Todavía siento en mi cabeza el tac-tac de las teclas del ordenador. Me apresuro al ascensor. Voy a darle al botón, pero aparece otra persona antes. Es la chica con la que subí. No me lo puedo creer, no existen más personas en el mundo con las que coincidir en un ascensor, y me toca con la que he hecho el ridículo. El karma esta jodiéndome bien. Entro, y no me atrevo ni a mover un ápice mi cabeza.

De pronto me agarra del brazo y me dice que me invita a cenar con tal de que la próxima vez que nos saludemos se conformara con una sonrisa y un buenos días. Creo que aunque lo explique con palabras me quedo corto. De los mejores momentos que me han pasado últimamente. Nos reímos, y mientras que llegamos al restaurante, no paramos de analizar los 60 segundos que pasamos en el ascensor.

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Pasamos la noche en ese restaurante con toques modernos y a la vez tan retros, de esos que están tanto de moda. Se sienta frente a mí. Y no paro de mirarla: sus ojos verdes, como su fueran capaces de leerte la mente; sus pequeñas orejas, que parece que te invitan a pegarle mordisquitos toda la vida; sus labios, bañados en ese Russian Red nº 5 que vuelve loco a cualquiera. Se nos pasa volando la noche. Y tenemos tantas cosas en común que tendría que utilizar un pergamino para apuntarlo todo. La acompaño a casa. Esta lloviendo a mares, pero nos da igual. Hemos estado hablando toda la noche, pero me siento tan bien que podría seguir hablando hasta el fin de nuestros días  (con lo mal que se me da hablar demasiado). Llegamos. Sin embargo nos quedamos allí, plantados a escasos centímetros el uno del otro. La agarro por la cintura. Nos besamos. Y juraría que aquello duro unos 60 segundos.

Otro día más a la carrera, no tengo remedio. Café en mano, me dispongo a llamar a ese maldito ascensor. Y aparece ella, con su café en mano, pero algo distinta, tal vez un brillo fugaz en sus ojos. Nos sonreímos, y ya no me sale esa cara de gilipollas. Entramos en el ascensor. La cojo de la mano. Y nos miramos antes de que se cierren las puertas.

Con la sensación de que iba a disfruta cada día de mi vida.

Esos 60 segundos.

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